jueves, 19 de agosto de 2010

El infierno de Darío Ortiz


A propósito de la reciente exposición individual de Grabado del Maestro Darío Ortiz en el Museo de Arte del Tolima en Ibagué, la Revista Diners publica un artículo sobre estas obras reproduciendo parte del texto del catálogo de la muestra. 




El artista, un escéptico de las bondades de la vida contemporánea, le hace una crítica a la arrogancia de la modernidad a partir de la divina comedia. A diferencia de Dante, no busca paraísos ni purgatorios, sino que presenta al mundo como un infierno a la medida de los seres que lo habitan. Fernando Toledo traza un paralelo entre la obra clásica y el autor tolimense. 
Fragmento.

La divina comedia señala un auténtico cruce de caminos en lo que se refiere a la capacidad de percepción, y de creación, del hombre medieval y, por supuesto, indica el fenómeno, en todo caso novedoso para la época, de la aparición de una apabullante libertad de artista inconcebible hasta ese momento. Por el significado, por esa autonomía respecto de la estructura y del contenido, por la hondura de un tono poético, por la modulación heroica que tiene y por la textura apocalíptica, esta obra singular es, entonces, una referencia obligada y, a la vez, una fuente inagotable de metáforas sobre la decadencia del género humano, sobre la culpa, el castigo y el sufrimiento.

Aunque, en una obvia coherencia con su tiempo, La divina comedia contenga una teoría implícita sobre la esperanza del rescate o de la redención, que a los ojos del lector actual puede resultar un tanto confesional o tal vez menos categórica, no cabe duda de que la cántiga con un más impresionante relieve descriptivo, aquella que roza la dimensión profética y que puede leerse como, en todo caso, apocalíptica, es El Infierno.

En consecuencia, no parece accidental que un artista culto como Darío Ortiz, casi setecientos años después, haya elegido algunos de los treinta y cuatro cantos que constituyen esa primera parte de la obra y sobre todo un acento, que también se refleja en los grabados que podrían considerarse “apócrifos”, como el detonante de una exploración que le permite, a la postre, construir una serie de imágenes que no rehúyen el ámbito testimonial y, sobre todo crítico. Se trata del resumir un viaje interior que, como el axioma de una profunda reflexión, es plasmado en el papel para, a su turno, en el cumplimiento de esa finalidad propia del arte, convertirse en una suerte de espuela de cara al espectador. […]

Alguna vez, a propósito de la obra pictórica de Darío Ortiz dije que él “pinta como le da la gana”. Ese comentario llevaba implícito un innegable respeto por una autonomía a toda prueba: la expresión “pintar como le da la gana” tiene muchos significados. El más obvio es dar fe de una reconfortante destreza, por el dominio poco común del oficio; pero también está el reconocimiento de un desembarazo que le permite, como en este caso, regodearse como artista al elegir una temática, que ha sido una constante a lo largo de la historia del arte, sin dejarse tentar por la idea de construir, con el prurito de buscar a ultranza lo conceptual, la complejidad de textos ininteligibles para, a la postre, pretender mirar con una agudeza crítica el alrededor. Darío, qué duda cabe, se aparta con plena conciencia de aquello que suele llamarse “el main stream”, porque así lo quiere, y deja de lado, sin inmutarse, cualquier preocupación respecto de tener que seguir las tendencias de una modernidad que, en cualquier campo y tanto peor en el mundo de la plástica, ha terminado por producir con frecuencia un adocenamiento aterrador, aburrido y, a menudo, de una miseria creativa que suele saltar a la vista.

En la obra de Ortiz hay pintura, hay oficio como ya lo dije y se advierte una calidad poco común a partir, desde luego, de una capacidad y de una determinación que conllevan una extraordinaria independencia en relación con tendencias y con modas. Y en este trabajo en particular se hace patente una libertad parecida a aquella otra que se advierte en el Dante cuando se lo imagina, al final de una Edad Media atiborrada de preconceptos y de creencias, garrapateando las primeras palabras de una auténtica catedral de la literatura y fundando la modulación de un recorrido examinador e introspectivo. […]

Hoy, cuando se la analiza, tanto desde el ángulo de la forma como del contenido, La divina comedia deja vislumbrar una profunda aproximación a la búsqueda desaforada de los ámbitos de la conciencia, sin afeites ni ligazones pero haciendo hincapié en el arrojo y en la fe, con el fin de reordenar las prioridades trascendentes y de darles un sentido. A su turno, los grabados de Ortiz precipitan la reflexión y, en consecuencia, establecen un espacio apropiado para estimular el diálogo entre las diversas voces que puede llegar a consentir la razón de un espectador. Esta serie de aguafuertes, aguatintas y puntas secas, que parecieran encontrar, por momentos sus apoyaduras formales en la gran tradición del grabado de los últimos cuatrocientos años, no son una excepción en el universo de las formas y de las imágenes que ha ido construyendo Darío Ortiz a lo largo de su carrera. De hecho conservan, en la sensualidad de los cuerpos femeninos, en los torsos atormentados de los personajes masculinos, en los entornos teñidos de claroscuro y en la limpieza del dibujo, la línea que ha ido forjando el autor y que, en este caso, pone al servicio de una idea, de un hilo conductor muy peculiar para, a partir de un texto dado o intuido en las ilustraciones apócrifas, permitirle al observador explorar un universo tremendo y devastado, en apariencia ignoto pero que, pronto, se empieza a advertir como muy próximo.

Se trata de acentuar el reconocimiento de aquello que, a primera vista, parece ser una simple alegoría pero que, tras una mirada más profunda, se convierte, más bien, en el retrato trágico de una realidad envolvente o tal vez en la representación crítica, acaso esperanzadora, de una atmósfera de cambios y de transformaciones. Una obra que, ante todo, sorprende por el prurito de hacer pensar al hombre de hoy. De conmover a quien se planta frente a ella como, acaso, el texto que la inspiró inquietó hasta los tuétanos a sus contemporáneos y quizás los ayudó a entender que estaba ad portas esa explosión de humanismo que hemos dado en llamar Renacimiento.

Tomado de: http://www.revistadiners.com.co/nuevo/internaedicion.php?IDEdicion=38&idn=780&idm=3

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